José Roberto Gama de Oliveira alcanza el medio siglo de vida. El hombre al que una vez apodaron Bebeto por su cara de niño hoy peina canas y luce varias arrugas en su rostro, pero su legado permanece indeleble en el recuerdo de los aficionados al deporte rey.
Bebeto era un delantero centro rápido y goleador, tanto que marcó más de 200 tantos durante los 20 años que se dedicó al fútbol profesional, entre 1982 y 2002. Flamengo, Vasco da Gama o Botafogo son solo algunos de los equipos para los que jugó, pero hay uno en concreto, en una pequeña ciudad a más de 7.000 kilómetros de su Salvador natal en el que con su magia y sus goles logró trascender los límites de lo meramente futbolístico para convertirse en algo más que una estrella, en algo más que un ídolo: en una deidad.
“Bebeto, eres Dios; Bebeto, eres Dios” se convirtió en el mantra de los aficionados del Deportivo de La Coruña, que elevaron al jugador al olimpo local, junto con otros héroes como Maria Pita, la mujer que lideró la resistencia del pueblo contra la invasión inglesa que se produjo a finales del siglo XVI. Los méritos del brasileño para alcanzar ese estatus pueden parecer más triviales, pero cuatro siglos más tarde los tiempos habían cambiado hasta el punto de que su coraza era la camiseta blanca y azul del Deportivo; sus escuderos, hombres como Liaño, Djukic, Fran o Aldana; y su arma, el balón, con el que perforaba domingo tras domingo la portería rival.
En su primera temporada en A Coruña transformó 29 goles y se convirtió en el máximo goleador del campeonato liguero. Era la primera vez que lo conseguía un futbolista del Dépor. Durante tres años más siguió marcando con la zamarra blanquiazul, en las que ganó una Copa del Rey y una Supercopa, los primeros títulos oficiales de la historia del club, y un trofeo Teresa Herrera, que los coruñeses hacía más de un cuarto de siglo que no levantaban.
Ni siquiera un carácter a veces caprichoso y peculiar, marcado por la saudade que tanto sufren los futbolistas brasileños y que todos los veranos le llevaba a tomarse más vacaciones de la cuenta, o el no haber asumido la responsabilidad de lanzar aquel penalti infame que privó al Deportivo de ganar la Liga en 1994 hizo que sus fieles dejaran de adorarlo.
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En 1996, cansado y morriñento, se marchó. Dijo que se iría, y así lo hizo. Se volvía a Brasil,desoyendo los consejos de su amada Denise. Y cómo suele ocurrir, su mujer llevaba razón. Durante el viaje de vuelta a su país no perdió las maletas, pero sí la magia. Nunca volvió a ser el mismo. Arrepentido, estuvo a punto de regresar a su Coruña del alma al año siguiente, pero desavenencias con el entonces presidente dieron al traste con el sueño de toda una afición. Cinco años después colgaba unas botas que se volvió a calzar en 2006 para recibir junto al resto de integrantes del Superdepor un merecido homenaje que hizo que, por un día, todos volviésemos a ser creyentes.